lunes, 23 de abril de 2012

quetzal

Constante, como el como el golpetear de una puerta mal cerrada, era aquella sensación de no poder enfrentarse a la belleza, de no poder soportarla.

Cuando se imaginaba sola frente a un hermoso paisaje algo le oprimía el pecho, pero no era como un golpe o un peso, era un vacío, como una bocanada de aire que envolvía su corazón.

La misma sensación le provocaban los niños, la luna llena en una noche despejada, contemplar un cuadro, ciertas fotografías, algunas personas…

Vivía la belleza como un resplandor que la enceguecía, como un fuego del que sólo era capaz de percibir míseros chispazos, porque creía que si se entregaba a ello se quemaría viva en su totalidad.

Se reservaba el lujo de pequeños placeres extremadamente medidos y programados, podía resistir el detalle de dos flores frescas en su escritorio calculando no contemplarlas más de la cuenta, más que una porción de tiempo que mentalmente ya había estipulado para ello. Podía también enfrentarse a determinadas combinaciones de cosas que solían conmoverla, pero siempre estaba la cuestión del tiempo, ese sólo fragmento de deleite que le estaba permitido experimentar.

Fue desarrollando ciertas habilidades, como hablar poco y medidamente, evitar las florerías, dejar de buscar en el diccionario las palabras que no conocía, volverse eficiente y temer al azar.

Pero … ¿cuántas veces nos es dada la oportunidad de acercarnos tímidamente hasta la orilla del río hasta que, finalmente y por el coraje de tantas aproximaciones, decidimos meternos en el agua completamente y nadar con toda la plenitud de nuestro cuerpo?

Si alguien se lo pidiera no sería capaz de precisar el punto exacto en que decidió borrar los límites, que enmarcaban aquellos instantes breves. Ocurrió un día, simplemente, cuando contemplaba una fotografía tomada en el zoológico de Chapultepec, era un ave, un quetzal. Mágicamente la imagen del pequeño animal logró capturarla por un tiempo indeterminado, infinito, deslizaba sus ojos suavemente por aquella larga cola de plumas brillantes, pasó la mano por la fotografía a una distancia tan mínima que parecía tocarla, su pequeño ojo brillante, la perfección de su pico, sus colores, la nube de niebla que parecía envolver todo el ambiente en que fue tomada la imagen, al ver el pequeño pecho henchido del animal respiró profundo, sentía que se ensanchaba su corazón, que se engrandecía, que se colmaba todo, sintió una extraña comunión con el animal, una conexión afanosa, un amor instantáneo. Y se largó a llorar.

Lloraba cuando reía, y se repetía a sí misma que no había de qué temer, el día de la mutación había sucedido por fin.

jueves, 5 de abril de 2012

infancia

Mi mamá es una señora que cocina tortas y tiene la boca muy grande, mi papá es un señor que hace muebles y nunca se queja de nada.
Yo a veces juego a esconderme de mi mamá pero extrañamente en mi juego de escondidas siempre sale a buscarme mi papá.
Mamá no entiende mis juegos, entonces yo me acerco hasta ella y le digo que no tenga miedo, que no se preocupe, que yo le voy a enseñar.
Entonces nos ponemos a jugar los tres, papá me ayuda a ordenar las cosas, mamá primero mira sorprendida pero de a poco se anima.
Al rato estamos todos muy contentos haciendo comidita de barro y pintando dibujos con crayones de colores, yo los miro y veo que ahora se están divirtiendo tanto como yo, pienso que mamá a veces no puede y que papá a veces no sabe, pero yo les enseño como si fueran un amiguito nuevo del barrio que viene a jugar por primera vez conmigo, dándome la oportunidad de hacerme sentir especial y dejándome decidir porque ahora vamos a jugar a lo que yo quiera.