viernes, 31 de octubre de 2014




PAYANA




Calle de tierra a la vuelta de casa. Elijo cinco piedras  y alguna más de repuesto, las elijo bien por su forma y su tamaño, tienen que ayudarme a ganar. Las miro y las toco con paciencia, las pruebo haciéndolas girar en el aire, compruebo su resistencia con golpes en el piso. Si son lindas mejor. Me dice mi papá que él jugaba con tuercas, trae cinco de la carpintería y se sienta en el suelo del comedor a jugar conmigo. Las tuercas son duras, me hacen doler los dedos. Sigo practicando sola. Me va saliendo mejor, el truco es no tirarlas con demasiada fuerza contra el piso para que no se desparramen demasiado. Soy buena en esto, tengo manos grandes.

En las galerías de la escuela jugamos formando rondas sentadas en el piso. Nuestras colas se desentumecen duras y frías al entrar al aula. Duermen las piedras en nuestros bolsillos, mientras copiamos las tareas metemos la mano y las acariciamos, atesoramos nuestros amuletos, esperando que toque otro timbre.








ELÁSTICO


Un retazo de elástico me sorprende en el costurero.  Se estira.  Lo estiro más y veo el patio de la escuela, un paisaje de niñas unidas por un hilo invisible ¿hasta dónde podré desplegarlo sin que se corte? ¿Podré alcanzar de un salto dos amigas que lo sostengan para seguir jugando? ¿Podré soltarlo sin que vuelva en forma de golpecito?
Elásticos estirados y sucios salen de nuestras mochilas, de los bolsillos de los guardapolvos. Piernas de hilo que responden a una tradición que no pesa. Sutileza de líneas que se deben pisar o no, y que sólo comprendemos las niñas. Sigilosamente nos deslizamos, saltamos, volamos, al ras del suelo. Amistades que se estiran y que se agrandan. Practico en secreto para sorprender a las compañeras, las reemplazo por sillas y salto sola en casa. Espero impaciente que otra pierda para poder jugar. Muchachas como columnas que vigilan esperando que te equivoques para sacarte el turno.
 Elástico del tiempo, ya perdí mis compañeras,  desátame de este enredo.










PERIFERIA


I

Dicen que la fundación de todos los pueblos comienza en un punto que luego resulta ser el centro.
En el que yo nací, a la plaza principal la rodean la delegación, la comisaría, la iglesia y la escuela.
De cada esquina de la plaza sale una calle, una diagonal, que abarca la totalidad del pueblo en cada uno de sus puntos cardinales.


II

Con el tiempo ese mapa se fue ensanchando,  sus márgenes comenzaron a poblarse de a poco y algunos barrios quedaron fuera del alcance de las diagonales diseñadas en un principio.


III

En el tercer cajón del ropero de su habitación mi mamá guardaba la caja de las fotos. Entre ellas había una postal que a mis hermanos y a mí nos encantaba.
Era una foto del pueblo tomada desde arriba, desde una avioneta.
Se veía la plaza principal, las calles del centro, las cuadras cortadas en porciones por las diagonales y, parte de la ruta.


IV

Con mis hermanos nos habíamos inventado un juego, consistía en imaginar todo el resto que nosotros conocíamos y que la foto no mostraba.
Así, nuestros deditos se deslizaban por las calles y manzanas de la postal, circulaban por la mesa desobedeciendo el contorno de la foto, trazábamos sobre el mantel espacios que nuestra imaginación y memoria evocaban.
Partiendo con nuestro índice desde la plaza emprendíamos un camino hacia el límite, era nuestra complicidad.
Cada uno tenía un recorrido favorito, pero terminaban todos en el lugar
donde supuestamente estaría nuestra casa si la foto fuera más grande.
Cuando nuestros dedos chocaban en ese punto
compartíamos una mirada de entusiasmo que parecía decir “Sí, acá está nuestra casa, acá estamos nosotros”.


V

Pasado algún tiempo, en tardes de aburrimiento,  solía ir sola a la pieza de mis padres a buscar esta foto en los cajones del ropero.
 En esas solitarias ocasiones  me quedaba contemplando la imagen, pero el espacio que cautivaba mi atención era otro: la ruta.
Ese camino de acceso significaba para mí una puerta abierta a cosas que maginaba que existían, y que yo aún no conocía.
Recostada cómoda en la cama de mis papás, la situación me daba un poco de miedo.
Pero también mucha curiosidad.

















Agujeros negros


Hay una madre y dos hijas, hay tres mujeres?

Hay una cocina, la mesada no es muy grande,
dos pueden cocinar, dos pueden amasar.

no hay lugar para tres.

La madre da indicaciones, la comida ocupa su atención
la tercera mira por la ventana
las vuelve a mirar a ellas.

 afuera están pasando cosas, siguen cocinando,
la tercera las mira
admira la seguridad que tienen en creer que lo que están haciendo
es muy importante.
sigue allí
“quizas si nos apretáramos un poco cabríamos las tres”

afuera hay ruidos
un padre y un hijo, dos hombres? discuten
algo sobre herramientas
cómo arreglar cosas en la casa, las manos sucias, llenas de grasa

En la ropa,
en la casa,
ve manchas
que nadie ve

La manchas en la ropa interior.
de niña las escondía,
no dejaba que nadie la bañe,
 para que su madre no vea que aún no había aprendido
a limpiarse sola.
La mujer madre se enorgullecía
de la independencia de la hija.

Toma su mochila negra
con libros y cuadernos
encuentra en ella una bombacha sucia.

Las dos mujeres siguen decorando el pastel,
una bombacha sucia cae en medio del pastel
un trapo lleno de grasa cae en medio del pastel.

se mezclan los olores
de lo delicioso
y lo horrible.

Sale
lleva sobre sus espaldas la mochila negra,

con agujeros negros.



poema publicado en Antología Relámpago por Pixel Editora, 2014









A partir de algunas lecturas, diálogos y otras derivas, en mayo del 2013 armé "desórdenes", aquí abajo el link

lunes, 10 de junio de 2013



FELICIANA

Feliciana nació en Paraguay, en una pequeña población ubicada al límite con Brasil; de niña, en su casa, la primera lengua que aprendió a hablar fue el guaraní, cuando empezó a ir a la escuela tuvo que aprender el portugués.
Todavía no he podido saber bien cómo y cuándo aprendió también el español.
Feliciana vino para la ciudad porque dice que tiene un objetivo que cumplir.
Nos enseña a pronunciar el nombre de un cuento de Horacio Quiroga “yaci yatere” decimos nosotros, y ella nos cuenta que su mamá le contaba esa leyenda desde que era chica, la leyenda del “yasss  yateré”.
Feliciana trabaja de día en un geriátrico cuidando abuelos, dice que a veces está un poco cansada porque hace tres meses que no tiene un franco, hace tiempo que le está pidiendo a “la señora” un día libre porque quiere ir al baile.
 – mi marido canta en los bailes – dice Feliciana con los cachetes sonrojados. – es muy churro mi marido, cuando canta todas me lo envidian, no sé por qué se quiso casar conmigo, yo ni siquiera soy muy linda-. Nos sigue contando que siempre le pasa así con los hombres, lo cuenta como si fuera una suerte de bendición que le cae encima y que ella no puede evitar.
- Cuando era más joven tenía otro novio que era re
 lindo – sigue diciendo, bajando, de vez en cuando,
 su mirada tímida a la hoja en blanco de la carpeta
 – me invitaba a ir de viaje a un montón de lugares y 
me hacía cada regalo! Pero yo lo dejé para
 casarme con mi marido -.
 Su marido de ahora, el que canta en los bailes.
Feliciana dice que va a procurar escribir y pronunciar bien
 todas las palabras porque quiere terminar la escuela
 y estudiar enfermería.
Esta mujer que dice que ni siquiera es muy linda,  habla tres idiomas, tiene el hombre que todas desean  y un objetivo que cumplir.
Se llama Feliciana, Feliciana Gloria.

domingo, 24 de junio de 2012

Hacia la noche


“Demoras en la vuelta a casa” se lee  en la pantalla enorme  del bar que muestra imágenes de Avenida Libertador. El cielo del atardecer ofrece una luminosidad intensa,  como si no se resignara a ocultarse frente a las iluminaciones de los bares y cafés que comienzan a encenderse. Desde la ventana veo una multiplicidad de luces que transitan y pueblan las calles: el amarillo pálido de las lámparas que alumbran, con cierta intimidad, cada una de las mesas del restorán de enfrente;  el rojo y el amarillo del semáforo de la esquina y su persistencia en sucederse; los cuadrados de las ventanas de los edificios  se recortan en un cielo que se vuelve cada vez más oscuro,  dejando adivinar en su interior los destellos de un televisor encendido; los multicolores carteles de los negocios…  Los empleados de las tiendas miran sus relojes con más insistencia, los señores de las oficinas se van dando cita en los cafés, chicas con auriculares y carpetas en la mano vuelven de la facultad y los micros pasan repletos de gentes que cargan en su rostros un día entero de trabajo. La escuela es pública y queda en pleno centro, rodeada por negocios que venden zapatillas y jeans de $800. Pero ninguno de los alumnos vive por aquí, venimos de los barrios y cuando la clase termine volveremos a ellos. La porción de cielo que era posible ver,  ya ha cedido todo su resplandor  a la hora en que suena el timbre. Abrimos nuestras carpetas donde aguardan hojas blanquísimas, y una tiza nueva abre la cerrada negritud del pizarrón.