“Demoras en la vuelta a casa” se lee en la pantalla enorme del bar que muestra imágenes de Avenida
Libertador. El cielo del atardecer ofrece una luminosidad intensa, como si no se resignara a ocultarse frente a
las iluminaciones de los bares y cafés que comienzan a encenderse. Desde la
ventana veo una multiplicidad de luces que transitan y pueblan las calles:
el amarillo pálido de las lámparas que alumbran, con cierta intimidad, cada una
de las mesas del restorán de enfrente;
el rojo y el amarillo del semáforo de la esquina y su persistencia en
sucederse; los cuadrados de las ventanas de los edificios se recortan en un cielo que se vuelve cada vez
más oscuro, dejando adivinar en su
interior los destellos de un televisor encendido; los multicolores carteles de
los negocios… Los empleados de las
tiendas miran sus relojes con más insistencia, los señores de las oficinas se
van dando cita en los cafés, chicas con auriculares y carpetas en la mano
vuelven de la facultad y los micros pasan repletos de gentes que cargan en su
rostros un día entero de trabajo. La escuela es pública y queda en pleno centro,
rodeada por negocios que venden zapatillas y jeans de $800. Pero ninguno de los
alumnos vive por aquí, venimos de los barrios y cuando la clase termine volveremos
a ellos. La porción de cielo que era posible ver, ya ha cedido todo su resplandor a la hora en que suena el timbre. Abrimos
nuestras carpetas donde aguardan hojas blanquísimas, y una tiza nueva abre la
cerrada negritud del pizarrón.